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provocaba en ellos el espect�culo de la hoguera y de la pila de carne que yac�a sobre el
lecho fresco de hojas reci�n cortadas. Parec�an n�tidos, compactos, f�rreos en la ma�ana
luminosa, como si el mundo hubiese sido para ellos el lugar adecuado, un espacio hecho a
su medida, el punto para una cita en el que la finitud es modesta y ha aceptado, a cambio de
un goce elemental, sus propios l�mites. No tardar�a en darme cuenta del tama�o de mi error,
de la negrura sin fondo que ocultaban esos cuerpos que, por su consistencia y su color,
parec�an estar hechos de arcilla y de fuego.
Con unos palos largos, tres hombres iban retirando las brasas que se formaban en el n�cleo
de la hoguera y las diseminaban bajo las parrillas, probando la temperatura con el dorso de
la mano que pasaban, lentos, casi a ras del fuego. Por fin, cuando consideraron que el fuego
era suficiente, comenzaron a acomodar los pedazos de carne: los troncos y las piernas
hab�an sido divididos para facilitar la manipulación y la cocción; los brazos, en cambio,
estaban enteros. Como me pareció ver que la carne tra�a pegados, aqu� y all�, fragmentos de
una materia oscura, induje que deb�an haber arrastrado los pedazos, por descuido, en el
suelo, y que deb�an hab�rseles adherido hojas secas y ramitas, e incluso tierra, pero cuando
me acerqu� unos pasos para ver mejor comprob� que, no solamente la carne no hab�a sido
tratada con negligencia sino que, muy por el contrario, hab�a sido objeto de una atención
especial, porque lo que yo hab�a confundido con adherencias extra�as debidas al contacto
con la tierra no era otra cosa que una especie de adobo hecho con hierbas arom�ticas
destinadas a mejorar su gusto.
La disposición de la carne en las parrillas, realizada con lentitud ceremoniosa, acrecentó la
afluencia y el inter�s de los indios. Era como si la aldea entera dependiese de esos despojos
sangrientos. Y la semisonrisa ausente de los que contemplaban, fascinados, el trabajo de los
asadores, ten�a la fijeza caracter�stica del deseo que debe, por razones externas, postergar su
realización, y que se expande, adentro, en una muchedumbre de visiones; no ard�an, esos
indios, en presencia de la carne, de un fuego menos intenso que el de la pira que se elevaba
junto a las parrillas. A pesar de la expresión, semejante en todos, se adivinaba en cada uno
de ellos la soledad s�bita en que los sum�an las visiones que se desplegaban, �vidas, en su
interior, y que ocupaban, como un ej�rcito una ciudad vencida, hasta los recintos m�s
oscuros. Una criatura de dos o tres a�os que se acercó, bambole�ndose, y, para hacerse
alzar en brazos, comenzó a golpear con sus manitos el muslo de la que parec�a su madre,
fue rechazada, con un empujón suave pero firme, sin que su madre desviase, ni siquiera por
un segundo, su mirada fija en los pedazos de carne que ya empezaban a chirriar sobre las
brasas. Hab�an abandonado hasta la actitud deferente con que se dirig�an a mi persona y,
para aquellos en cuyo campo visual yo me encontraba, se hubiese dicho que me hab�a
vuelto transparente: si la interferencia de mi cuerpo ocultaba la parrilla, daban un paso al
costado, dirigi�ndome, por pura forma, una sonrisa r�pida y mec�nica, con esa
concentración obstinada del deseo que, como lo aprender�a mucho m�s tarde, se vuelca
sobre el objeto para abandonarse m�s f�cilmente a la adoración de s� mismo, a sus
construcciones imposibles que se emparentan, en el delirio animal, con la esperanza.
�nicamente los asadores, que manipulaban sus palos largos con los que iban trayendo, de la
hoguera del costado, brasas que diseminaban con cuidado, parec�an ajenos al �xtasis
general. Vigilaban, tranquilos y atentos, los detalles de la cocción, observando, por entre el
humo que los hac�a lagrimear, de lo m�s cerca que pod�an, la carne, alimentando con brasas
nuevas la capa de ceniza en que se convert�an las ya consumidas, apagando, con golpes
cortos pero h�biles, las llamas que formaba a veces la grasa en fusión al gotear,
escurri�ndose por las parrillas, sobre el fuego. Recorr�an, lentos y sudorosos, por todos los
costados, las parrillas, observando los detalles, y a veces se paraban para lanzar una mirada
entendida sobre el conjunto. Todos estaban ah� y eran, aparentemente, reales, los asadores
tranquilos y expertos, la muchedumbre a la que algo intenso y sin nombre consum�a por
dentro como el fuego a la le�a y, envolvi�ndolos, abajo, encima, alrededor, la tierra
arenosa, los �rboles a los que ninguna brisa sacud�a y de los que p�jaros, con vuelos
inmotivados y s�bitos, entraban y sal�an, el cielo azul, sin una sola nube, el gran r�o que
cabrilleaba y, sobre todo, subiendo, lento, ya casi en el c�nit, el sol �rido, llameante, del que
se hubiese dicho que esas hogueras que ard�an ah� abajo no eran m�s "que fragmentos
perdidos y pasajeros. Tierra, cielo vac�o, carne degradada y delirio, con el sol arriba, [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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