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los recaudadores y la tropa, a nadie se le tocó ni un pelo.
Estaban todos muy atareados preparando fiestas. Levantaron incluso el Árbol de la
Libertad, para seguir la moda francesa; sólo que no sabían muy bien cómo eran, y
además aquí árboles había tantos que no valía la pena ponerlos falsos. De modo que
adornaron un árbol de verdad, un olmo, con flores, racimos de uva, guirnaldas,
inscripciones: «Vive la Grande Nation!» Arriba de todo estaba mi hermano, con la
escarapela tricolor sobre el gorro de piel de gato, y estaba disertando sobre Rousseau y
Voltaire, de lo que no se oía ni una palabra, porque todo el pueblo allá abajo bailaba en
corro cantando: «Ça ira!»
La alegría duró poco. Vinieron tropas en abundancia: genovesas, para exigir los
diezmos y garantizar la neutralidad del territorio, y austrosardas, porque se había
extendido la voz de que los jacobinos de Ombrosa querían proclamar la anexión a la
«Gran Nación Universal», o sea a la República francesa. Los revoltosos trataron de
resistir, construyeron alguna barricada, cerraron las puertas de la ciudad... Pero qué, se
necesitaba algo más. Las tropas entraron en la ciudad por todas partes, pusieron puestos
de bloqueo en todos los caminos del campo, y los que tenían reputación de agitadores
fueron encarcelados, salvo Cósimo - quién lo iba a pillar a ése -, y otros pocos.
El proceso a los revolucionarios se montó a toda prisa, pero los imputados consiguieron
demostrar que ellos no tenían nada que ver y que los verdaderos cabecillas eran
precisamente los que se habían escapado. Así que todos fueron puestos en libertad, ya
que con las tropas que quedaban destacadas en Ombrosa no había que temer tumultos.
Se quedó también una guarnición de austrosardos, para impedir posibles infiltraciones del
enemigo, y al mando de ella estaba nuestro cuñado D'Estomac, el marido de Battista,
emigrado de Francia con el séquito del conde de Provenza.
Me topé, pues, con mi hermana Battista, con qué placer, os lo dejo imaginar. Se me
instaló en casa, con el marido oficial, los caballos, las tropas de ordenanza. Se pasaba las
veladas contándonos las últimas ejecuciones capitales de París; es más, tenía una
maqueta de una guillotina, con una cuchilla de verdad, y para explicar el final de todos sus
amigos y parientes políticos decapitaba lagartijas, luciones, lombrices e incluso ratones.
Así pasábamos las veladas. Yo envidiaba a Cósimo, que vivía sus días y sus noches en la
maleza, escondido en quién sabe qué bosque.
XXVII
Sobre las hazañas llevadas a cabo por él en los bosques durante la guerra, Cósimo
contó tantas cosas, y tan increíbles, que yo no me atrevo a avalar una u otra versión. Le
dejo la palabra a él, recogiendo fielmente algunos de sus relatos:
En el bosque se aventuraban patrullas de exploradores de ambos ejércitos. Desde lo
alto de las ramas, a cada paso que oía entre las matas, yo aguzaba el oído para saber si
era de austrosardos o de franceses.
Un tenientillo austríaco, muy rubio, mandaba una patrulla de soldados perfectamente
uniformados, con coleta y borlas, tricornio y polainas, bandas blancas cruzadas, fusil y
bayoneta, y los hacía marchar de dos en dos, intentando mantener la alineación en
aquellos abruptos senderos. Ignorante de cómo era el bosque, pero seguro de seguir
punto por punto las órdenes recibidas, el oficialillo avanzaba según las líneas trazadas en
el mapa, dándose continuamente topetazos con los troncos, haciendo resbalar a la tropa
con los zapatos claveteados por piedras lisas o sacarse los ojos en los zarzales, pero
consciente siempre de la supremacía de las armas imperiales.
Eran unos magníficos soldados. Yo estaba al acecho escondido en un pino. Tenía en la
mano una piña de medio kilo y la dejé caer sobre la cabeza del último. El infante abrió los
brazos, dobló las rodillas y cayó entre los helechos del monte bajo. Nadie se dio cuenta
de ello; el pelotón continuó su marcha.
Los volví a alcanzar. Esta vez tiré un puercoespín hecho una bola al cuello de un cabo.
El cabo agachó la cabeza y se desmayó. El teniente esta vez observó el hecho, envió a
dos hombres a coger una camilla, y prosiguió.
La patrulla, como si lo hiciese expresamente, se metía en lo más enmarañado de todo
el bosque. Y la esperaba siempre una nueva celada. Había recogido en un cartucho unas
orugas peludas, azules, que cuando se las tocaba hinchaban la piel peor que una ortiga, y
les dejé caer encima un centenar. El pelotón pasó, desapareció en la espesura, volvió a
aparecer rascándose, con las manos y los rostros llenos de ampollitas rojas, y siguió
adelante.
Maravillosa tropa y magnífico oficial. Todo, en el bosque, le era tan ajeno, que no
distinguía lo que en él había de insólito, y proseguía con sus efectivos diezmados, pero
siempre fieros e indomables. Recurrí entonces a una familia de gatos salvajes: los
lanzaba por la cola, tras haberles dado unas vueltas en el aire, lo que les irritaba lo
indecible. Hubo mucho ruido, felino en especial, luego silencio y tregua. Los austríacos
curaban a los heridos. La patrulla, blanca con las vendas, reanudó su marcha.
«Aquí lo único es intentar hacerlos prisioneros», me dije, apresurándome a
precederlos, esperando encontrar una patrulla francesa a la que advertir de la proximidad
de los enemigos. Pero hacía tiempo que los franceses en aquel frente ya no daban
señales de vida.
Mientras superaba unos parajes musgosos, vi moverse algo. Me detuve, agucé el oído.
Se oía una especie de susurro de arroyo, que después fue definiéndose como un
borboteo continuado, y ahora se podían distinguir palabras: «Mais alors... cré-nom-de... [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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