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y sin duda Jenny también, absurdamente pensé en esas dos cosas
mientras seguía mirándola y esperando que en algún momento notase mí
mirada y se diese la vuelta y ella también me mirase a mí, como si ese
gesto último pudiera ser también una señal inconfundible de
asentimiento. Pero Jenny no se dio la vuelta, no me miró, así que me
incorporé a la avenida y salí de Rantoul.
Cuando aquella mañana llegué a Urbana yo ya había elaborado un
plan bastante preciso de lo que iba a hacer en los próximos meses, o más
bien en los próximos años; como es lógico, ese plan contemplaba el
riesgo de que la realidad acabara por desvirtuarlo, pero no hasta volverlo
irreconocible. Eso, para bien o para mal -nunca sabré si más para bien
que para mal-, es lo que sin embargo ha ocurrido.
Regresé a España después de cumplir con impaciencia con los
compromisos que tenía pendientes en Urbana y en Los Ángeles, y lo
primero que hice al aterrizar en Barcelona fue ponerme a buscar un
nuevo piso, porque apenas entré en el apartamento de Sagrada Familia
comprendí que aquello era un muladar sin redención. Lo encontré
enseguida -un apartamento pequeño y con mucha luz situado en la calle
Florida-blanca, no lejos de la piaza de España- y en cuanto acabé de
instalarme en él me puse a escribir este libro. Desde entonces apenas he
hecho otra cosa. Desde entonces -y va ya para seis meses- siento que
llevo una vida que no es de verdad, sino falsa, una vida clandestina y
escondida y apócrifa pero más verdadera que si fuera de verdad. El
cambio de piso me permitió borrar con facilidad mis huellas, de manera
que hasta hace poco nadie sabía dónde vivo. No veía a nadie, no hablaba
con nadie, no leía periódicos, no veía la televisión, no oía la radio. Estaba
más vivo que nunca, pero era como si estuviera muerto y la escritura
fuese el único modo de evocar la vida, el cordón último que me unía a
ella. La escritura y, hasta hace poco, Jenny. Porque a mi vuelta de
Urbana, Jenny y yo empezamos a escribirnos casi a diario. Al principio
nuestros correos electrónicos trataban en exclusiva del libro sobre Rodney
que yo estaba escribiendo: le hacía preguntas, le pedía detalles y
aclaraciones, y ella me contestaba con diligencia y aplicación; luego, poco
a poco y de forma casi insensible, los correos empezaron a tratar de otras
cosas -de Dan, de Rantoul, de su vida y la de Dan en Rantoul, de mí y de
mí vida invisible en Barcelona, alguna vez de Paula y de Gabriel- y al cabo
de algunas semanas yo ya había comprobado con satisfacción que aquella
forma de comunicarnos toleraba o propiciaba una mayor intimidad que
cualquier otra. Fue así como empezó un largo, lento, complejo, sinuoso y
delicado proceso de seducción. Quizá la palabra no sea exacta: quizá la
palabra exacta sea persuasión. O tal vez demostración. No sé qué palabra
elegiría Jenny. No importa; lo que importa no son las palabras: son los
hechos. Y el hecho es que, mientras me empleaba tan a fondo en ese
proceso como en el libro que estaba escribiendo, yo no dejaba de
imaginar mi vida cuando ambos hubiesen concluido y yo viviese con Dan
y con Jenny en Rantoul. Imaginaba una vida plácida y provinciana como
la que alguna vez temí y luego tuve y más tarde destruí, una vida
también apócrifa y verdadera en medio de ninguna parte. Me imaginaba
levantándome cada día muy temprano, desayunando con Dan y con
Jenny y llevándolos luego al colegio y al trabajo y luego encerrándome a
escribir hasta que llegaba la hora de ir a buscarlos, primero a Dan y
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después a Jenny, los iba a buscar y volvíamos a casa y preparábamos la
cena y cenábamos y después de cenar jugábamos o leíamos o veíamos la
televisión o charlábamos hasta que el sueño nos iba derrotando uno a uno
sin que ninguno de los tres quisiera admitir, ni siquiera ante sí mismo,
que aquella rutina cotidiana era en realidad una suerte de sortilegio, un
pase de magia con el que queríamos volver reversible el pasado y resuci-
tar a los muertos. Otras veces me imaginaba tumbado en una hamaca, en
el jardín trasero, junto al cobertizo en el que en un tiempo tan remoto
que ya no parecería real se colgó Rodney, en una tarde de sábado o de
domingo de finales de primavera o principios del verano ardiente de
Rantoul, con Dan y sus amigos gritando y jugando a mi alrededor
mientras yo leía azarosamente a Hemmgway y a Thoreau y a Emerson,
alguna vez incluso a Mercé Rodoreda, mientras escuchaba a Bob Dylan y
compartía sorbitos de whisky y caladas de marihuana con Jenny, que iría
y vendría entre la casa y el jardín: desde allí la muerte de Gabriel y de
Paula quedaría ..muy lejos, Vietnam quedaría muy lejos, el éxito y la
fama quedarían tan lejos como las nubes minúsculas que de vez en
cuando cegarían el sol, y entonces me vería a mí mismo como el hippy
que hace más de treinta años debió de ser Rodney y nunca quiso dejar de
ser. Me vería así, me imaginaba así, feliz y un poco ebrio, convertido de
algún modo en Rodney o en el instrumento de Rodney, mirando a Dan
como si en realidad estuviera mirando a Gabriel, mirando a Jenny como si
en realidad estuviera mirando a Paula. Y mientras en estos meses de
Barcelona imaginaba mi vida futura y feliz en Rantoul y continuaba la
larga y lenta y sinuosa seducción o persuasión de Jenny en la intimidad
del correo electrónico, ní un solo día dejé de sentarme a este escritorio y
de dedicarme de lleno a cumplir el encargo tanto tiempo postergado de [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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