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inglesas hubieran puesto pie en el Continente. Se hablaba, se parlamentaba, se daban pasos; faltaba
valentía, esa era la palabra.
¿Tenía Roberto de Artois razón para quejarse? En apariencia, no. Le daban castillos y
pensiones, cenaba a la mesa del rey, bebía al lado del rey, recibía todas las consideraciones
apetecibles. Pero estaba cansado, desde hacía tres años, de consumir sus esfuerzos por una gente
que no quería correr riesgos, por un joven a quien le tendía la corona, ¡y que corona!, y no la cogía.
Y luego, se sentía solo. El destierro, aunquedorado, le pesaba. ¿De qué tenía que hablar a la joven
reina Felipa si no era sobre su abuelo Carlos de Valois o su abuela de Anjou-Sicilia? A veces tenía
la sensación de ser él también un antepasado.
Le hubiera gustado ver a la reina Isabel, la única persona de Inglaterra con la que realmente
tenía recuerdos comunes. Pero la reina madre ya no venía a la corte, pues vivía en Castle-Rising, en
el Norfolk, a donde su hijo iba muy de tarde en tarde a visitarla. Desde la ejecución de Mortimer,
no se interesaba ya por nada.
Roberto era presa de las nostalgias del emigrado. Pensaba en la señora de Beaumont; ¿cuál
sería su rostro, después de tantos años de reclusión, cuando el la viera de nuevo, si es que se
llegaban a encontrar? ¿Reconocería a sus hijos? ¿Volvería a ver su mansión de París, su castillo de
Conches, volvería a ver a Francia? ¡Al paso a que iba esa guerra que tanto le había costado
fomentar, tendría que esperar a ser centenario para contar con alguna posibilidad de retornar a su
patria!
Pues bien, aquella mañana, descontento, irritado, había salido a cazar sólo, para pasar el
tiempo y para olvidar. Pero la hierba, flexible bajo los cascos del caballo, la espesa hierba inglesa,
estaba aún más tupida y empapada de agua que la hierba del país de Cluche. El cielo tenía un color
azul pálido, con unas nubecitas deshilachadas que se deslizaban muy alto; la brisa de mayo
acariciaba los setos de espino albar florido y los manzanos blancos, parecidos a los de Normandía.
Roberto de Artois tendría pronto cincuenta años, ¿y qué había hecho en su vida? Había
bebido, comido, cazado, viajado; había hecho el crápula; había trabajado para sí y para los Estados,
había justado y pleiteado más que ningún otro hombre de su tiempo. Nadie había tenido una
existencia tan llena de vicisitudes, alborotos y tribulaciones. Pero nunca había gozado del presente.
Nunca se había detenido realmente en lo que hacía, para saborear el instante. Constantemente su
alma vivía de cara al mañana, al futuro. Demasiado tiempo se había agriado su vino por el deseo de
beberlo en Artois; en el lecho de sus amores, era la derrota de Mahaut lo que había ocupado sus
pensamientos; en el torneo más festivo la preocupación de sus alianzas le frenaba los impulsos.
Durante su vagabundeo de proscrito, el manjar de sus paradas y la cerveza de sus descansos estaban
siempre mezclados con el acre sabor del rencor y la venganza. Y hoy mismo, ¿en qué pensaba? En
mañana, en más adelante. Una rabiosa impaciencia le impedía gozar de esta hermosa mañana, este
bello horizonte, este aire dulce de respirar, este pájaro dócil y salvaje a la vez cuya garra sentía
apretarse en su puño... ¿A eso se llama vivir, y de cincuenta años pasados en la tierra no quedaba
más que esa ceniza de esperanzas?
Fue sacado de sus amargos pensamientos por los gritos de su escudero, apostado más
adelante, en un altozano.
122
Librodot
Librodot Los reyes malditos VI - La flor de lis y el león Maurice Druon 123
-¡Al vuelo, al vuelo! ¡Ave, monseñor, ave!
Roberto se irguió en la silla y entornó los ojos. El halcón garcero, con la cabeza tapada por
la capucha de cuero de la que solo salía el pico, se había estremecido sobre el puño; también él
conocía aquella voz. Se oyó un ruido de cañas agitadas y luego surgió una garza real de la margen
del río.
-¡Al vuelo, al vuelo! -seguía gritando el escudero.
La gran ave, volando a poca altura, iba contra el viento y en dirección a Roberto. Este la
dejó pasar, y cuando estuvo a cerca de cien metros, liberó al halcón de su capucha y lo lanzó al aire
con amplio gesto.
El halcón describió tres círculos sobre la cabeza de su dueño, descendió a ras del suelo, vio
la presa que se le destinaba y se lanzó recto como un dardo de ballesta. Al verse perseguida, la
garza real estiró el cuello para arrojar los peces que acababa de tragar en el río y quitarse peso. Pero
el garcero se acercaba; remontaba el vuelo, dando vueltas en espiral. La otra ave, a grandes
aletazos, se elevaba hacia el cielo para evitar que el ave de rapiña la sobrevolara. Subía y subía,
empequeñeciéndose, pero perdía distancia, porque había sido levantada contra el viento y su propio
peso le quitaba velocidad. Tuvo que volver atrás; el halcón hizo un nuevo torbellino en los aires y [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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inglesas hubieran puesto pie en el Continente. Se hablaba, se parlamentaba, se daban pasos; faltaba
valentía, esa era la palabra.
¿Tenía Roberto de Artois razón para quejarse? En apariencia, no. Le daban castillos y
pensiones, cenaba a la mesa del rey, bebía al lado del rey, recibía todas las consideraciones
apetecibles. Pero estaba cansado, desde hacía tres años, de consumir sus esfuerzos por una gente
que no quería correr riesgos, por un joven a quien le tendía la corona, ¡y que corona!, y no la cogía.
Y luego, se sentía solo. El destierro, aunquedorado, le pesaba. ¿De qué tenía que hablar a la joven
reina Felipa si no era sobre su abuelo Carlos de Valois o su abuela de Anjou-Sicilia? A veces tenía
la sensación de ser él también un antepasado.
Le hubiera gustado ver a la reina Isabel, la única persona de Inglaterra con la que realmente
tenía recuerdos comunes. Pero la reina madre ya no venía a la corte, pues vivía en Castle-Rising, en
el Norfolk, a donde su hijo iba muy de tarde en tarde a visitarla. Desde la ejecución de Mortimer,
no se interesaba ya por nada.
Roberto era presa de las nostalgias del emigrado. Pensaba en la señora de Beaumont; ¿cuál
sería su rostro, después de tantos años de reclusión, cuando el la viera de nuevo, si es que se
llegaban a encontrar? ¿Reconocería a sus hijos? ¿Volvería a ver su mansión de París, su castillo de
Conches, volvería a ver a Francia? ¡Al paso a que iba esa guerra que tanto le había costado
fomentar, tendría que esperar a ser centenario para contar con alguna posibilidad de retornar a su
patria!
Pues bien, aquella mañana, descontento, irritado, había salido a cazar sólo, para pasar el
tiempo y para olvidar. Pero la hierba, flexible bajo los cascos del caballo, la espesa hierba inglesa,
estaba aún más tupida y empapada de agua que la hierba del país de Cluche. El cielo tenía un color
azul pálido, con unas nubecitas deshilachadas que se deslizaban muy alto; la brisa de mayo
acariciaba los setos de espino albar florido y los manzanos blancos, parecidos a los de Normandía.
Roberto de Artois tendría pronto cincuenta años, ¿y qué había hecho en su vida? Había
bebido, comido, cazado, viajado; había hecho el crápula; había trabajado para sí y para los Estados,
había justado y pleiteado más que ningún otro hombre de su tiempo. Nadie había tenido una
existencia tan llena de vicisitudes, alborotos y tribulaciones. Pero nunca había gozado del presente.
Nunca se había detenido realmente en lo que hacía, para saborear el instante. Constantemente su
alma vivía de cara al mañana, al futuro. Demasiado tiempo se había agriado su vino por el deseo de
beberlo en Artois; en el lecho de sus amores, era la derrota de Mahaut lo que había ocupado sus
pensamientos; en el torneo más festivo la preocupación de sus alianzas le frenaba los impulsos.
Durante su vagabundeo de proscrito, el manjar de sus paradas y la cerveza de sus descansos estaban
siempre mezclados con el acre sabor del rencor y la venganza. Y hoy mismo, ¿en qué pensaba? En
mañana, en más adelante. Una rabiosa impaciencia le impedía gozar de esta hermosa mañana, este
bello horizonte, este aire dulce de respirar, este pájaro dócil y salvaje a la vez cuya garra sentía
apretarse en su puño... ¿A eso se llama vivir, y de cincuenta años pasados en la tierra no quedaba
más que esa ceniza de esperanzas?
Fue sacado de sus amargos pensamientos por los gritos de su escudero, apostado más
adelante, en un altozano.
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-¡Al vuelo, al vuelo! ¡Ave, monseñor, ave!
Roberto se irguió en la silla y entornó los ojos. El halcón garcero, con la cabeza tapada por
la capucha de cuero de la que solo salía el pico, se había estremecido sobre el puño; también él
conocía aquella voz. Se oyó un ruido de cañas agitadas y luego surgió una garza real de la margen
del río.
-¡Al vuelo, al vuelo! -seguía gritando el escudero.
La gran ave, volando a poca altura, iba contra el viento y en dirección a Roberto. Este la
dejó pasar, y cuando estuvo a cerca de cien metros, liberó al halcón de su capucha y lo lanzó al aire
con amplio gesto.
El halcón describió tres círculos sobre la cabeza de su dueño, descendió a ras del suelo, vio
la presa que se le destinaba y se lanzó recto como un dardo de ballesta. Al verse perseguida, la
garza real estiró el cuello para arrojar los peces que acababa de tragar en el río y quitarse peso. Pero
el garcero se acercaba; remontaba el vuelo, dando vueltas en espiral. La otra ave, a grandes
aletazos, se elevaba hacia el cielo para evitar que el ave de rapiña la sobrevolara. Subía y subía,
empequeñeciéndose, pero perdía distancia, porque había sido levantada contra el viento y su propio
peso le quitaba velocidad. Tuvo que volver atrás; el halcón hizo un nuevo torbellino en los aires y [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]